Radares: una historia a toda velocidad
- Los primeros 37 radares fijos captaron 110.000 infracciones en tan sólo 30 días.
12 diciembre 2024
En junio de 1964 la revista Blanco y Negro ya se hacía eco de un nuevo invento que supondría un paso de gigante en el control de la velocidad en carretera: el cinemómetro. “Este nuevo aparato registra el número de vehículos que pasan por determinado lugar de una carretera y al mismo tiempo señala la velocidad que llevan. Si alguno de los automóviles va a una velocidad superior a la permitida por el Código de Circulación, el cinemómetro transmite por radio al próximo puesto de la Policía de Tráfico las características del vehículo infractor”, explicaba hace seis décadas esta publicación.
Llegan los primeros radares. Cuatro años después de aquella noticia, la Agrupación de Tráfico de la Guardia Civil (ATGC) estrenaría los primeros cinemómetros y con ellos una nueva etapa en nuestra seguridad vial. Hasta esa fecha, en España no había ninguno de estos modernos radares, pero sí miles de víctimas en la carretera: concretamente 82.953 (con 3.803 fallecidos) fruto de los 79.494 siniestros registrados en el Anuario Estadístico de Accidentes de aquel año. En este mismo documento se consideraba que en el 31,63% de los casos el vehículo mantenía una “velocidad peligrosa” en el momento de la tragedia. ¿Cómo de peligrosa? Ese dato sólo lo experimentaban de primera mano los miembros de la ATGC de la época, ya que a falta de radares desde 1959 se veían obligados a “correr” tanto como los infractores para tomar como referencia su propia velocidad para efectuar la denuncia. Un velocímetro en el faro derecho del coche de los guardias y una cámara fotográfica eran su única ayuda. Pero los refuerzos tecnológicos en esta misión de captar a los más veloces de la carretera llegaron a la ATGC en 1968.
Con ventajas y defectos. Como sus homólogos europeos, los primeros cinemómetros que controlaron las carreteras españolas eran capaces de determinar la velocidad de un vehículo en movimiento a través de microondas de radio y actuaban en colaboración con la ya veterana cámara fotográfica. De un lado, el cinemómetro permitía calcular la velocidad de un vehículo y de otro el fotocontrol proporcionaba la imagen del vehículo infractor. Así, la denuncia que se remitía a la Jefatura de Tráfico correspondiente, una vez revelados los negativos de los carretes fotográficos, iba acompañada de la velocidad exacta del vehículo implicado, la fecha de la infracción y una panorámica completa del exceso de velocidad.
Pero a pesar del indudable avance que representaban estos primeros aparatos, la realidad es que tenían sus desventajas, especialmente en cuanto a tamaño y prestaciones. Eran equipos grandes y pesados que los guardias transportaban en los portaequipajes de los Renault 10 y los Seat 124 de la Agrupación. Vehículos que iban dotados, además, con una antena, un flash y una cámara.
Durante años este tipo de radar sólo podía operar en estático y requería que el vehículo se estacionara en un firme completamente llano para funcionar correctamente. Además, el propio manejo del aparato hacía necesaria una formación específica. Los guardias civiles destinados a convertirse en operadores de radar debían, incluso, formarse en el extranjero (los equipos eran alemanes y franceses) para que sus conocimientos no quedaran obsoletos a medida que la tecnología se iba sofisticando.
La gestión para cursar la denuncia tampoco resultaba sencilla. Al iniciar la jornada, y una vez instalado el equipo en un punto de la carretera donde se concentraban los accidentes, el operador de radar introducía a mano todos los datos de control de la infracción e incluso debía taparse con una manta negra para cambiar los rollos de los 12 carretes de media que se empleaban en cada salida y evitar así que los negativos de las imágenes en blanco y negro se velaran. Después de pasar seis horas captando incidencias, al operador aún le quedaban dos horas más de elaboración de informes.
Colocarlos en todas partes. A pesar de las incomodidades la práctica hace al maestro y para 1970 un artículo en el diario “La Vanguardia” ya avisaba a los conductores de que había llegado el momento de conducir “como debe ser” y, muy especialmente, sin saltarse los límites de velocidad. ¿El motivo? Pronto el uso de estos radares, que se habían probado en carreteras de Madrid y Barcelona, daría el salto a “los 10 sectores de tráfico de España” aseguraban las fuentes de la ATGC a este diario.
Además de su expansión por toda la geografía española las siguientes décadas supusieron un refinamiento constante de la tecnología. Los equipos menguaron en tamaño, lo que permitió aumentar sus prestaciones. Y para finales de los años 80 eran incluso capaces de discriminar vehículos en distintos sentidos de la circulación y ya podían usarse tanto con el coche parado como en movimiento.
Esta última opción se convirtió en la peor pesadilla de los amantes de pisar el acelerador en el verano de 1994, cuando irrumpieron de forma oficial durante la operación salida veraniega lo que los medios bautizaron como “mini radares”. De un tamaño menor al que estaban habituados a contemplar en los arcenes de los controles de velocidad, los “mini radares” se camuflaron en 72 vehículos de la ATGC imposibles de distinguir del resto de usuarios de la vía. Estos nuevos modelos de radar requerían menos personal para ser operativos y usaban variedad de tecnologías, desde ondas de radio a láseres infrarrojos. Uno de los clásicos era el Modelo Multanova que contaba con una antena que permitía medir a los vehículos en el margen derecho o izquierdo del vehículo que portaba el cinemómetro y poseía la funcionalidad dinámica, para medir la velocidad de los vehículos en movimiento. Adaptar cada equipo al parque móvil de la ATGC costó medio millón de pesetas de la época (3.000 €) por vehículo. Una inversión eficaz si se tiene en cuenta que aquel año se registraron 34.354 accidentes con víctimas en carretera, la cifra más baja desde 1985.
Por supuesto, junto con los avances en tecnología también llegaron las críticas y las dudas sobre si eran fiables o no. Una fiabilidad que la DGT defendía, si hacía falta, incluso contestando a aquellos que planteaban sus quejas en tribunas públicas como por ejemplo las cartas al director de los diarios de tirada nacional. Como muestra de ello nos sirve lo que le contestó el Gabinete de Prensa de la DGT a uno de esos ciudadanos preocupados por la falta de precisión de los velocímetros a mediados de los años 80 en el diario “ABC”: “A la velocidad que registra el radar de tráfico se descuenta, a efectos sancionadores, un 5%, que es el error máximo que para los velocímetros permite el artículo 216, V, del Código de la Circulación y, además, [se descuenta] el máximo error admisible que para cada prototipo de cinemómetros se indica en la correspondiente orden de la Presidencia del Gobierno por la que se aprueba dicho prototipo. Es decir, que solamente se denuncia y sanciona cuando después de descontar ambos errores se supera la velocidad permitida”.
Llegan los fijos. Una década después de los primeros “mini radares” las engorrosas cámaras fotográficas de revelado tradicional ya habían desaparecido sustituidas por las cámaras digitales que permitían a los guardias comprobar al instante la calidad de las imágenes y la gestión informática de las mismas para la emisión de las denuncias. Pero el gran cambio de los años 2000, sin duda, llegó con la instalación y proliferación de los radares fijos.
Ya en 1999 la ATGC estrenó un nuevo tipo de radar, autónomo, que incluía su propia batería lo que le permitía funcionar sin necesidad de estar “enganchado” a un vehículo. Esta nueva modalidad se ajustaba sobre un trípode y se colocaba a pie de carretera, lo que se consideró un plus en seguridad ya que ni los agentes ni su vehículo debían permanecer estacionados en el arcén.
Gracias a la experiencia ganada con estos equipos autónomos y a su progresiva modernización, en 2005 se pudo poner en marcha todo un sistema de radares fijos. Estos modelos instalados en pórticos o cabinas visibles en los laterales de los puntos con mayor problemática de accidentes completaron con eficacia la labor de vigilancia de la Agrupación de Tráfico. Un mes después de colocar los primeros 37 radares fijos la DGT hizo balance y las cifras justificaban de sobra su uso: en tan sólo 30 días se detectaron casi 110.000 vehículos sobrepasando los límites de velocidad, incluso los hubo “fotografiados” a 240 km/h. Algo que, desde el Ministerio Fiscal, se advirtió que podía constituir un delito contra la seguridad vial.
Los radares fijos supusieron toda un alarde de tecnología: estaban informatizados, se gestionaban a distancia y transmitían imágenes digitales e información de las infracciones de manera instantánea, a través de fibra óptica o satélite, hasta un centro de tratamiento automatizado de datos.
También en carreteras secundarias. La experiencia fue tan exitosa que el aumento sustancial de la presencia de estos radares fue una de las grandes bazas contra la siniestralidad vial que se presentó en la rueda de prensa de la DGT en 2008 antes de la gran operación salida del verano. El entonces ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, anunció la instalación de 82 nuevos cinemómetros que rotarían en 190 ubicaciones distintas escogidas por comités provinciales y que estaban perfectamente señalizadas.
El siguiente paso se dio con los radares de tramo, que usaban cámaras. El primero de ellos comenzó a funcionar en Madrid en 2010. En 2013 se dio un paso más y se incorporó una nueva herramienta: Pegasus, el radar que funciona desde el cielo.
Pero a pesar de que esta tecnología no era, precisamente, desconocida para los conductores, el exceso de velocidad siguió siendo un problema en los años posteriores. El balance de siniestralidad vial de 2014, por ejemplo, afirmaba que la velocidad inadecuada estuvo presente en el 21% de los accidentes con víctimas mortales. De hecho, de las 4.259.659 denuncias que tramitó la DGT ese año, el 58% estaban vinculadas a la velocidad, 2.456.240. Estas denuncias fueron realizadas por la Agrupación de Tráfico de la Guardia Civil y por radares fijos, de tramo y helicópteros.
Con este informe también quedó claro, además, que, aunque la mayoría de accidentes con víctimas y heridos no hospitalizados tenían lugar en vías urbanas, el mayor número de fallecidos y heridos hospitalizados se presentaba en carreteras convencionales. Por este motivo en 2015 se decidió extender el uso de los radares de tramo a este tipo de vías en las que se había observado que con el paso del tiempo se “corría” más. Sirva como muestra que en 2015 la DGT realizó una campaña de control de velocidad en carreteras secundarias y detectó, en tan sólo una semana, a 16.564 conductores que incumplían los límites de velocidad: diez veces más que los denunciados por dar positivo en drogas o utilizar el móvil mientras conducían.
La historia de los radares como tecnología de apoyo al control de la velocidad está lejos de estancarse, sigue evolucionando. Por ejemplo, en Reino Unido están llevando a cabo una experiencia piloto con un nuevo radar que utiliza Inteligencia Artificial cuyo resultado se conocerá en 2025. Estos nuevos dispositivos son capaces de controlar seis carriles a la vez, tanto de día como de noche, y distinguir entre cinco tipos de infracciones distintas. ¿Será este también nuestro futuro? Toda ayuda parece poca para lograr el objetivo final: que no se produzcan más siniestros viales por exceso de velocidad.
La historia del radar en España es también la historia de la picaresca de los conductores para librarse de las denuncias que se logran gracias a estos aparatos. Para conseguir su objetivo durante buena parte de los años 2000 los infractores se familiarizaron con tres instrumentos que coparon el mercado: los avisadores, los detectores y los inhibidores. Los primeros siempre han sido legales, porque ante el aviso de que hay un radar cerca, muchos conductores dejan de pisar el acelerador, y ese es el objetivo de cualquier control de velocidad. Pero los detectores y los inhibidores son harina de otro costal.
Los detectores se comercializaban hasta 2009 para permanecer ocultos (después simplemente se acoplaban con una ventosa al parabrisas del vehículo) y estaban pensados para rastrear las ondas que emiten los radares y advertir al conductor. Su uso fue prohibido en las sucesivas reformas de la Ley de Seguridad Vial, porque como explicaba el propio texto de la norma, “un aparato que tiene como razón de ser eludir la vigilancia del tráfico y el cumplimiento de los límites de velocidad no puede tener la más mínima cobertura legal”.
El caso de inhibidores es aún peor: rastrea los radares y anula su funcionamiento por lo que siempre han estado prohibidos.
Aunque no se puede adjudicar a una única persona la invención del radar como invento para controlar la velocidad, también es cierto que el nombre de una de ellas destaca cada vez que se plantea esta cuestión: Maurice Gatsonides.
Paradójicamente este ingeniero holandés era piloto de carreras profesional y al incorporar el radar a sus entrenamientos su objetivo no era, precisamente, correr menos, sino todo lo contrario. A través de su empresa Gatsometer BV inventó un aparato que empleaba el efecto doppler y una cámara fotográfica para ayudarle a conocer al milímetro cuál era la velocidad exacta a la que su coche de carreras tomaba las curvas. Su objetivo era trazarlas de forma perfecta.
No sabemos si finalmente consiguió ser el más rápido gracias a arañar esas décimas de segundo, pero su idea de 1958 ha ayudado a salvar muchas vidas gracias a que consigue detectar infractores y recordar al resto de conductores que la carretera no es un circuito de carreras.